JERUSALÉM

Jerusalén había sido un lugar que me esquivaba. Muchos años había soñado con sus calles, con su historia y lo que representaba para mi fe, pero a mi vida llegaron otras cosas y este viaje quedó en el aire, suspendido durante mucho tiempo. En diciembre del año pasado lo puse dentro de mis sueños, en mi lista de prioridades y como siempre estoy rodeada de personas que me aman bien, me ayudaron a concretar este peregrinar. 

De niña cantaba: Jerusalén que bonita eres/calles de oro mar de cristal/ por esas calles yo quiero caminar /calles de oro mar de cristal. Y así cuarenta y seis años después entré con un grupo de 120 peregrinos cantándole a esta ciudad lo que me enseñaron mis padres. 

Los que me han leído aquí y en el otro blog saben que creo en los sueños, en el poder de las palabras, en los milagros que construimos a diario y ahora entiendo el porqué este viaje tenía que ser AHORA. Era el momento justo, se tenía que dar cuando estuviera preparada. Un viaje que marca, cada uno de mis compañeros lo vivió de manera diferente pero todos estábamos unidos en una experiencia espiritual. 

No podemos desconocer la realidad que vive Israel, las divisiones internas, los extremos, y sin embargo caminar por sus calles era una invitación constante para ser más flexibles en nuestra vida diaria, a ser más tolerantes, a creer que el amor sí puede transformar lo que nos parece imposible. Con los ojos del corazón podemos aceptar los matices, observar cómo en un solo lugar conviven tantos credos aunque se mantengan las fronteras. Contrastes que muchas veces llevamos dentro de nosotros pero solo vemos las diferencias afuera.

La fe no le pertenece a ninguna religión, es ese saber que desconoces algo y sin embargo tienes confianza. Muchos de mis amigos peregrinos hablaban de una energía especial que se sentía en las calles, yo entendía y respetaba aunque no fuera mi enfoque. Aquí se vive algo que se conoce como: “El síndrome de Jerusalén”, es una emoción que te embarga a medida que vas caminando y vas reconociendo la historia de un pueblo que durante miles de años han puesto piedras, una sobre otra, una y otra vez. Te puedo asegurar que no hace falta ser católico, ni judío, tampoco cristiano ortodoxo para sentir que es una experiencia mística.

No olvidaré cuando una compañera que trataba de racionalizar todo me dijo al llegar al Monte de los olivos: tengo ganas de llorar, me siento mareada. La cantidad de olivos aromatizaban las laderas y para los que conocemos un poco las sagradas escrituras, sabemos que es uno de los lugares más sagrados. Dicen que desde ahí Jesús ascendió al cielo y también ahí según la historia se rezó por primera vez el Padre Nuestro, oración que encuentras aquí en más de 100 idiomas. No sé si fue ahí, no sé si fue cerca, lo único que sé es que aunque trates de restarle importancia o simplemente recorrer los lugares como sitios turísticos, te invade una devoción, es más fuerte que tú, los lugares te impregnan.

Sigo abriendo mi corazón… sigo por esas callejuelas, por esa historia de dolor y amor… sigo por aquí tratando de compartir una historia que marca vida. Dicen que siempre hay un antes y un después de esta experiencia, de este peregrinar por Tierra Santa.

Un poco más de mis días antes de salir mañana de viaje a dictar talleres de escritura. Una bendición más, llegar y tener trabajo , un trabajo que me da la oportunidad de crecer, de enseñar, de crear sentido, de tocar a otros, un trabajo que me permite compartir desde mis poemas, desde mi poesía...mi vida.

Un abrazo en el aleteo amoroso de la poesía.











En las rendijas profundas de ese muro de los lamentos llegamos con respeto para dejar nuestras oraciones, peticiones y agradecimientos. 


                               
                              Un  viernes Santo en Jerusalén. Quince estaciones del Viacrusis que me llevaron a la puerta del Santo sepulcro. Cuánta devoción en esas callecitas.

El gran Monte de los olivos. 



Parte de grupo... ¡cuánta vida, cuántas experiencias juntos!